viernes, 26 de junio de 2009

El viejo de la casa del piano















El barrio era como la mayoría de los que abundan en las pequeñas zonas residenciales de clase media.
Las casitas habían sido construidas de manera que sus pequeños jardines o patios traseros, se rejuntaban y formaban una especie de plaza grande de eso, de jardines traseros de casa de campo, o terrera como algunos las llaman también.
Casas de zona impersonal, de afueras de grandes, o no tan grandes ciudades, donde suelen residir pequeñas familias petit-burguesas, de pequeños empresarios, o familias de pocos miembros en los que el padre es un funcionario de la administración, médico o directivo de empresa.
Lejos del malvivir de ciudades no preparadas para tanta gente, pero lejos también del grato sonido del campanario del pueblo, que humaniza la mejor formula para vivir.
Habitantes que en épocas de bonanza económica, viajan, consumen mas de lo necesario, cambian sus coches cada cuatro años, y al menos disponen de dos o mas de estos vehículos.
Pero habitantes también que en épocas de crisis económicas, dejan de consumir, ahorran, y hacen que el comercio y la economía en sí, se pare.
Todas las casitas estaban hechas de dos plantas a lo sumo, y la mayoría no disponía de garaje para sus bellos autos, pero aquella si. Dicen que aquella casa disponía de cuatro plantas.
Por debajo de donde habitualmente se encuentra la cocina y el comedor, la casa disponía de un garaje tanto o más grande que la planta primera. Pero mas abajo, por debajo de la zona del garaje, otra planta que daba a un pequeño jardín, se extendía la parte mas bella de la casa.

Era otra planta, donde dicen el viejo pasaba horas y horas. Tantas horas que era donde vivía.
En una especie de zulo, de sótano, donde no estaba previsto para que fuera casa. Por eso allí era donde el viejo se encontraba bien, por vivir en donde no estaba previsto por la legalidad, que se viviera.
Le sobraban las tres plantas de arriba de aquella buhardilla hundida en el suelo, y que en lugar de estar arriba como todas las buhardillas estaba debajo, donde deben estar los sótanos.
También sería por eso que el viejo disfrutaba, por vivir en una buhardilla que estaba en el sótano.
Lo hacía, si, lo hacía, bajaba al cielo, y subía al infierno aunque sólo fuera por joder.
Le iba bien al viejo. Siempre en contra de todo, del sistema, contracorriente.
Educado con los que no lo merecían y grosero con los que no lo esperaban. Así era el viejo.
La buhardilla en el sótano, el sótano en la parte de arriba de la casa.
Era a la hora de la merienda de los infantes, cuando el griterío de los menudos seres se detenía, se paralizaba, y hacían silencio para escuchar lo que de aquella casa, de aquella buhardilla enterrada, salía en bellos tonos conocidos para bien pocos, por no decir ninguno.
Encantados niños y madres, éstas no tenían que esforzarse en que sus hijos se nutrieran con los alimentos industriales destinados al crecimiento.
Ellas, las madres, eran de esa nueva generación "latin-music", de salsa, de bachata, y alguna, hasta del tablero deportivo.

Todas se ponían las gafas para escuchar los noveles cantantes de Operación Triunfo.
Pero las que de la casa salían, eran unas notas musicales tan dulces, tan exquisitas, tan cariñosamente armónicas que aquel barrio, sus niños, sus madres, y los canes de todos, dejaban de vocalizar o ladrar, dedicandose por unos minutos a potenciar sus pabellones auditivos.
Tres casa mas allá el adolescente de turno, dejaba de joder con su aparato de percusión roquero, y paraba a tomarse un vaso de leche, o fumarse un cigarrillo americano para escuchar lo que siempre fue música “culta”.
Ni las madres, ni los hijos, ni el muchacho roquero estaban acostumbrados a escuchar aquellas notas musicales, pero les atraía de tal manera que les hacía gracia como sus perros ponían el hocico sobre sus patas delanteras y erguían sus orejas también.
Los nocturnos y las mazurcas, y los waltz de Chopin de la mano de Arthur Rubinstein, Listz o Claude Debussy se turnaban con Domenico Scarlatti y Moritz Moszkowski, y éstos con el preludio de Sergej Rachmaninow, y después con Dimitrij Kabaleswskij y su otro preludio, por no citar a Schumann, Brahms, o el mismo Mendelssohn Bartholdy.
Nunca se sabrá que les atraía mas a aquellos vecinos de todas las edades, si la música en si por su belleza, si aquellas notas que salían de un subsuelo anárquicamente ajardinado, o por el contrario era la asociación del vejestorio cascarrabias con tan armoniosas notas pianísticas.
Pero aquel carácter ácido del viejo cascarrabias podía haberse traducido, y sólo por joder al vecindario, como hacen la mayoría de ellos, de hacer llegar a la plebe el ruido de Led Zeppelin o Status Quo. Y sólo por joder, no lo hacía.
Después se ha sabido que aquella casa estaba impregnada por el viejo habitante de ella, viejo y cascarrabias, y por la mismisima reencarnación del pianista Vladimir Horowitz. A ambos, se les oía discutir amigablemente hasta bien entrada la madrugada, y con el piano de fondo, de ciertas interpretaciones espirituales y pasajes del Evangelio de San Juan.

Vaya rarezas !!
Que el Arquitecto de las notas musicales, os guarde por mucho tiempo, a todos los que habéis leído esto, vuestros finos y perfectos pabellones auditivos.

Andreu Fos