domingo, 11 de enero de 2009

CEREBRO O CORAZON




La otra noche haciendo como el que no quiere ver la televisión, me detuve en unas imágenes casi espeluznantes. Un chico que jugaba a tenis, se abría la cabeza a raquetazo limpio, porque había lanzado la bola a su propia red, y consecuentemente había perdido el punto. A lo mejor quería averiguar donde estaba su cerebro en aquel momento. Una chica a los trece años le había dicho que siempre lo encontraría mas arriba que el corazón. Le vino a la memoria, y se puso a buscarlo. Pero muchas veces no se encuentra.
Parece que el chico se jugaba la vida en aquello, digo yo. No lo sé. Pero tal vez se jugaba el bienestar de sus padres, sus hermanos, y la de sus abuelos. Insisto, no lo sé. Pero aquella bestialidad me hizo recordar mis apacibles partidas tenísticas de tarde, de risas, de no tantas risas, y de carcajadas rodeado de preciosos arrozales. Pero no vi a nadie que se destrozara la cabeza.
El chico continuó jugando, puesto que jugaba por ganar dinero.
Me vino a la cabeza, o mejor, al cerebro un pensamiento. Me imaginé yo en mi oficina de trabajo asiduo y remunerado durante tantos años, cosiéndome la calva con la grapadora, después de cerrar la puerta a unos clientes, a los que no me habían firmado un plan de pensiones.
Puestos a pensar, ya no entiendo tampoco los aplausos y los vítores que se le hacen presentes al tenista si hace el tanto a su favor. Pero igualmente, y dejando el tenis, tampoco entiendo los aplausos que se le hacen al piloto del avión por haber aterrizado como debía. Coño, menos aún los aplausos dedicados al torero, que se engallina cuando el toro fallece descabellado. Pero esto último no es un trabajo, es una estupidez.
Yo no me imagino saliendo del despacho con mi cliente, con el plan de pensiones vendido y firmado bajo del brazo, y recibiendo una gran ovación de mis compañeros y todos los otros clientes que estaban en la cola de caja.
Desgraciadamente tampoco vi nunca como le aplaudían los transeúntes al albañil, que subido al andamio allá por la séptima planta, acababa de encofrar la fachada del edificio.
Modesto era uno de mis amigos de la juventud, allá por los primerísimos años setenta. Generalmente yo tenía amigos de día, amigos de tarde, y amigos de noche.
El día lo pasaba esperando que lo hiciera la tarde, para ir a reunirme con los amigos de la noche.
Aquellas, aún eran noches en las que uno salía sin pensar en que te podían adulterar un refresco, o una cerveza con cualquier droga sicodélica, o no. Y nuestros padres estaban tranquilos, mas o menos.
Salvador, “El mustio”, mi otro amigo nocturno, fue el primero que se atrevió a entrar en aquel bar de putas, y con voz de actor de teatro de salesianos, le pidió a una de las señoras una consumición. Eso si, como imaginábamos que lo hacían los mayores. “¡¡Tía buena, ponme una copa de coñac!!” .
Servida la copa, la pagó, y se la tomó de un trago. Pero el nervio hizo que saliera corriendo dejándose un dedito del licor en la copa.
De los otros dos amigos que presenciamos aquel acto de heroicidad, con los dos pies en la calle y aguantando la cortina para dar fe de tal acto, fui yo y no Modesto, quien se lanzó al mostrador con dos pasos de gigante, agotando el dedo del “Ciento tres” de la copa del “mustio” de un segundo trago.
Habíamos sacado un “duro” cada uno para la bendita consumición, y no podíamos permitir que se perdieran cinco de las quince pesetas desembolsadas en aquella copa. Obviamente, poco tiempo después empecé a trabajar en una entidad de ahorros.
Tras la ovación y el fuerte aplauso, nos sentamos tres calles más al norte de la ciudad, en el suelo de una esquina, y fumando tres celtas cortos que habíamos comprado con una peseta, empezamos a comentar la voluptuosidad de las tetas que no habíamos visto de aquella encantadora señora de la vida.
Unos años mas tarde, aquel bar pasó a ser el Salón de los cristianos testigos de Heová.
Eran cosas que pasaban en mi pueblo.
Aquello si fue un aplauso solidario del trabajo bien hecho, y en equipo. Orgullosos de la salida de una noche de invierno, los tres quinceañeros nos retiramos a nuestras casas, y durante varios meses vivimos contando la hazaña a los amigos diurnos y vespertinos, todos ellos mas recatados en los trances de la nocturnidad.
Estábamos creciendo, y no en vano los “cinco contra uno” fueron los actos de amor mas practicados de cara a una juventud que teníamos a la vuelta de la esquina.
Pensándolo bien, fuimos los herederos de otra generación de mi pueblo, en donde habíamos escuchado que la gamberrada mas generalizada, no era otra que tirar vestidos a la acequia mayor, “el sequial”, que por entonces estaba abierta a su paso cercano al parque, a homosexuales que se atrevían a acercarse a grupos veinteañeros con un solo pretexto.
Varios meses después, en verano, y con nuestra juventud ya formada como única vestimenta, empezamos a frecuentar aquella boit-discoteca, , entrañable por su oscuridad y pequeñez de casita de aperos de labranza, situada a escasos centímetros de la misma carretera hacia la gran ciudad.
“El Cala”.
Hoy aquel nombre se hubiera escrito en K, pero por entonces la letra “k” se utilizaba únicamente para palabras extrañas o extranjeras.
Modesto, “El mustio” y yo, nos impregnamos de la mejor música nocturna jamás conocida. Pink Floyd, Rollings Stones, Van Morrison, The Doors, y muy en especial Bob Dylan, que nos hicieron trasportar a un ambiente y a un estado tan brillante y precioso, que el único deseo era bailar sicodelicamente con una chica, pero maquinando al mismo tiempo como y cuando la podíamos besar.
Hay que tener en cuenta que aquel, era el sitio mas frecuentado por chicas extranjeras, y eran ellas las liberales.
Personalmente diré que aquel pequeño antro, donde el de-ene-í no existía, la maría era la fragancia habitual, y la cerveza refrescaba y nos animaba de alguna manera, se convirtió en el verdadero templo de mi exquisita juventud.
Escuchar a Dylan, en aquellos oscuros y escasos metros cuadrados, cantar “One More Cup Of Cofee”, “Mozambique”, “Oh, Sister”, o “Sara”, nos hacía alucinar con unos mensajes que empezamos a descifrar.
Pero si un canto se convirtió en nuestro himno, no fue otra canción que “Hurricane”.
El Dylan dio el “todo y mucho” componiéndola, y a mi me acompañará siempre, incluso en el mas allá, lo haya o no.
Mi amigo Modesto nos la tradujo de alguna manera, y yo aprendí, que en castellano significaba “Huracán”.
La tarareábamos a toda hora, sin saber lo que decía, hasta que un joven de la gran ciudad que había estado en Londres, nos contó algo de un boxeador encerrado en una cárcel de EE.UU.
Mientras tanto, nuestros amigos diurnos y vespertinos, iban a un baile donde Adamo, Mat Monroe, y de vez en cuando Los Beatles y Elvis los hacía ser mas o menos jóvenes convictos de una disco en plan sauna.
Nosotros considerábamos que las chicas del país sudaban, y las extranjeras no.
Claro que las internacionales sudaban. Lo hacían, pero de otra manera. La sudor de las del terreno olía a naftalina. El de las extranjeras olía a jazmín, pero a jazmín sudado, claro.
Compartir un litro de cerveza “El Turia” o “El Águila”, así como dar unas caladas al cigarro que nos hacía reír y vomitar después, fue el “Messenger” mas parecido de los setenta, que nos conectaba con los jóvenes de culturas anglosajonas y europeas.
Aquel verano, todo el gran grupo de amigos fuimos al huerto de naranjos del padre de uno de ellos, situado en el monte mas cercano de nuestro pueblo. Un pueblo llano y plano como la misma palma de la mano.
Éramos muchos, chicos y chicas. Después de la comilona acompañada de tragos de cerveza “al morro”, de lo que fueron mas tarde las llamadas “litronas”, nos bañamos en lo mas parecido a una piscina. Un “safareig”, palabra ésta que describía a un gran tanque de agua que servía para regar los benditos naranjeros.
Mi amigo Modesto, cargado y colocado de todo lo que había entonces, quiso dar la talla delante de unas chicas perplejas o estrechas, según se mire, y se lanzó de cabeza al escaso poco mas de metro de agua de aquel tanque. Aquella agua verdosa y musgosa al momento, se convirtió en dos metros cuadrados, de un tono marronazo al mezclarse con la sangre de mi amigo.
Se acababa de abrir la cabeza, y bien sabe Dios, que hasta vimos pedazos de su cerebro, o no, flotar sobre aquella verdosa agua musgosa. Nos quedamos blancos, y ya no se como, lo llevamos a algún centro de salud o médico particular.
Mi amigo “El mustio”, lloraba y reía al mismo tiempo, y nuestro otro amigo, conforme a lo que se suele decir, de aquella ya no quedó muy bien.
El otoño llevó a todo el grupo a la Universidad, menos a mí, que me encerró de peón en una sucursal bancaria, y ya nada fue lo mismo.
Pero Modesto no se abrió la cabeza trabajando, ni por dinero, ni tan siquiera con raqueta de tenis o palo de golf.
Mi amigo se abrió la cabeza porque quiso ser el rey de una tarde de olor de azahar. Y lo fue de verdad. Fue el centro de atracción de aquel gran grupo de chico y chicas, que forjarían la base de un país que ya lo es liberal.
A Modesto, cuyo padre miraba revistas porno escondidas en un gran periódico de tamaño como era “La Vanguardia”, tardamos en volverlo a ver, y “El mustio” y yo, nos integramos con los demás de una manera mas asidua.
Años mas tarde, y en el día de la fiesta grande de mi pueblo, pasando la procesión por la puerta de la casa de su familia, y escondido entre sus primos, se levantó de una mecedora de una bisabuela, y gritó al paso de la Virgen un “Visca la Mare de Deu de Sales” rompiendo un silencio popular, típico de personas con poco menos de dos dedos de cerebro.
Poco a poco, los amigos fuimos orientándonos hacia lo que suelen llamar “hombres de provecho”, y lo fuimos siendo más o menos.
Atrás quedaba una juventud seca, bárbara, y empecinada en encontrar algo más que no sabíamos ni entendíamos, y en la que cada cual escapó como supo y pudo, porque nadie nos supo explicar. Bueno, en honor de la verdad, he de decir que Angustias, mi profesora de Literatura de instituto, me explicó muchas cosas.
Modesto en cambio no lo hizo, o no pudo, o yo que coño sé.
Buscó y buscó su libertad, cariño que no encontró, paz, sosiego que tal vez los que lo queríamos no supimos darle, o él no supo encontrar. Y un día cualquiera fue a una gasolinera cualquiera, compró un par de litros de gasolina cualquiera, no sé si súper o normal, se sentó, dicen que placidamente, en el suelo unos metros más hacia allá del surtidor, se roció del preciado y noble líquido, y supongo que sería con un Zippo.
Conociéndolo, seguro que fue con un Zippo de algún veterano de la guerra de Vietnam. El conseguía lo que fuera.
Pero insisto, al menos no se abrió la cabeza con una raqueta de tenis.
Tal vez el cerebro ni lo buscó, o no tenía mucho, pero sabía donde tenía el corazón, sólo un poco mas abajo del cerebro.
Modesto!, sigue descansando que nada ha cambiado mucho. Tal vez, aquel tanque de agua, hoy sea una piscina comunitaria de un grupo de adosados.
Las letras de las canciones del Dylan, siguen siendo muy actuales, hay hambre en el mundo, guerras, cobardía, envidias. En fin, las mismas miserias humanas.
Pero eso si, amigo, las putas ahora son esclavas, bellezas del Este que se transportan y se venden entre clanes, a los ojos de todos. Y nadie dice ni hace nada.

Sólo es, que tenemos Internet.

Andreu